Me pasa que a
veces empiezo a hablar de cosas generales, trascendentales, de ideas vastas y
enormes; porque me da miedo hablar de lo efímero, de lo momentáneo. Me da miedo
pensar en la existencia de las cosas únicas, esas que no se repiten, aquellas
que sólo ocurren una vez.
Por eso a veces
hablo del tiempo y de la eternidad, de la lluvia. Por eso a veces no hablo de
mí. Por eso a veces no pienso en ello.
La eternidad es
bella, incomprensible, gigante. No la entiendo del todo, pero eso más que
aterrarme o confundirme, me tranquiliza. Sé que jamás podré abarcarla toda, y
entonces me dedico a divagar acerca de ella. Así me pasa con ese tipo de cosas;
con las cosas vastas, inacabables.
Pero con lo
instantáneo a veces no puedo. Si encuentro majestuosidad en lo infinito, esto
se multiplica con lo finito. Algo que acaba, sin importar cuánto tarde en
hacerlo, siempre será mucho más terrible y hermoso que aquello que no lo hace. Porque
por muy grande, por muy duradero que algo sea, comparado con lo interminable se
vuelve único y especial.
Aquí es donde se
juntan los dos conceptos. Cuando un evento ocurre y se desarrolla dentro del
tiempo de un ser mortal y temporal (al menos es lo que nos dice la memoria) se
vuelve irrepetible, único, irremplazable dentro de ese periodo.
Entonces esto lo
hace invaluable, porque la probabilidad de que ocurra de nuevo (incluso la
probabilidad de que haya ocurrido) se vuelve infinitamente improbable. La
infinidad en su carácter de posibilidades es entonces abrumadora.
¿Quién me asegura
que volveré a ver otra puesta de sol como la que vi hace poco? ¿Alguien me
puede afirmar que volveré a escuchar tal voz? ¿Podría alguien decir, con absoluta
certeza, que existe la posibilidad de que en algún tiempo futuro me encuentre yo justo como estoy
ahora? No lo creo.
Por eso a veces, sólo a veces, me da miedo (de ese miedo que se siente ante las cosas grandiosas) hablar de lo que termina, pensar en lo irrepetible, en algún día,
alguna calle, alguna ventana y cosas por el estilo…
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