septiembre 13, 2011

Toujours.


Nunca, siempre, mañana, antier.

El tiempo se desliza delante de nosotros, melodía que se clava deliciosamente en la piel humana.
Lo hemos querido atrapar en relojes, en calendarios; pero se nos escapa, hace grietas en nuestras manos y huye de las jaulas.

Ahí van los ojos ansiosos, buscándolo, sin darse cuenta de que estamos sumergidos en él. Nadamos, nos ahogamos, flotamos, fluimos; a veces hacia adelante, a veces hacia atrás, hacia un lado, en curva, saltando momentos y recuperando recuerdos.

Y el tiempo ríe nada más, mientras huye, siempre hacia adelante, mientras nos arrastra sin siquiera sujetarnos.

Horada nuestras formas con una inclemencia dulce, con una persistencia melosa; somos huéspedes involuntarios de las cascadas en las que poco a poco nos vamos convirtiendo, porque a veces el tiempo es como una cascada y como una caída libre: vertical.

Muchas veces parece que el tiempo se nos ha metido en los ojos, en el cuello, en los dedos de los pies, debajo de las rodillas; pero cómo impedirlo si todo alrededor es tiempo, instante —¿eterno?—, del que estamos totalmente cubiertos, mientras la cascada a la que llamamos vida nos arrastra —o nos arroja, tiernamente—, casi sin ninguna interrupción, al día en que salgamos (¿o entremos?) a la superficie, aquella donde ya no hay tiempo, y de la que siempre se ha hablado tanto.

Nunca, siempre, mañana, antier.

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